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lunes, 4 de enero de 2010

CARBONCILLO (cuento)

AUTOR: Alfredo MORS - Córdoba - ARGENTINA
Estaba allí encerrado entre madera: un simple carboncillo negro que sólo, nada podría haber sido. Engalanado y a la vez condenado a vivir una vida de prisión de madera laqueada de color, con unas inscripciones que pretendían mostrar, en pocas palabras, letras y números, algo que definiera su esencia.

Él sabía que así, preso entre madera, nada podría declarar ni decir. Sólo quizás lucir entre otros de su misma naturaleza en adornada cartuchera o en un cuenco apropiado a su fin, sobre la pulida superficie de madera de una mesa especial, siempre a mano y disponible para que su dueña, liberara su alma y pudiera entregarse en alguna rima poética.

Él trataba de destacarse de entre sus iguales, quizás por el color de la laca de su madera, aún cuando supiera que la misma sólo era una cárcel y sostén, para permitirle ser lo que debía ser: un instrumento en manos creativas.

Él quería expresarse. Extinguirse poco a poco en un rasgar continuo de papeles que fueran recibiendo su negra sangre de carbón, para así facilitar la transmisión del mensaje del cual era portador.

Una mano cariñosa lo tomó, miró sus inscripciones pequeñas y decidió que había llegado el momento en que, corriendo sobre blancas superficies, fuera él instrumento entre la mente y el papel. Fue elegido. Alguien lo liberaría poco a poco de su prisión de madera, con cortante herramienta de agudo filo, quitando en cada astilla algo de su cepo, para descubrir. En breve porción, algo de su alma.

Allí aparecía ahora expuesta a la luz, su lanza de carbón. Al fin respondería a su razón de ser.

Primero la madera que lo aprisionaba y con ella él mismo en su interior, fue tomado en un gesto que parecía conocido, entre los dedos de una mano femenina que de él se valdría para contar una historia.

Comenzó así a derramarse gota a gota, punto a punto, trazo a trazo, en una carta amorosa. Su alma iba así quedando adherida al papel, siendo parte del mensaje, sin ser él, pero sabiendo que así cumplía con su fin último.

Allí comprendió que nunca más volvería a su prisión de madera y su esencia quedaría, por siempre, ligada indisolublemente a ese particular mensaje.

La mente, el brazo, la mano y los dedos, presionando y guiando suavemente la madera que lo aprisionaba, habían dado vida al carboncillo.

Hoy había alcanzado al fin la madurez de su ser. Hoy podía definitivamente denominarse lápiz.

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