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martes, 9 de febrero de 2010

LA ENAMORADA DEL BALCÓN

Autor: Alfredo R. MORS - CONCEPCION - TUCUMÁN

Por que fue que fui aquel atardecer a donde fui y porqué ví lo que ví, tan luego yo que soy un escéptico en temas de misterios, no lo sé.
La cuestión es que no pude reprimir un algo que me decía interiormente que debía ir por ese camino, un tanto olvidado, de la villa serrana y tomar hacia una pequeña colina, pasando para ello por una senda casi perdida, entre los altos yuyos que crecía, a sus costados y lo descuidada y casi perdida huella, entrecortada por el escurrir incontrolado de las aguas de lluvia, que la habían ido carcomiendo.
A mitad de la senda, un viejo portón de hierro forjado con unas iniciales en la parte superior: E y A entrelazadas con artístico dibujo. El portón no tenía traba ni candado y sus bisagras chirriaron con metálico sonido ante la presión de mis manos.
Desde esa posición, se entreveía, casi al final de la senda, una construcción, a modo de pabellón de dos plantas, con techos cubiertos de tejas francesas.
Continué caminando, viendo y entreviendo el pabellón, entre las hierbas crecidas y los árboles que ahora bordeaban la senda, que se adivinaba había tenido otras dimensiones ya perdidas y que éstos árboles le daban el marco a ambos costados.
Al aproximarme al pabellón, una casona bastante espaciosa, vi que en medio del mismo, en la planta alta, se abría un balcón con balaustrada de pequeñas columnas redondeadas, semejando una sucesión de jarrones estilizados.
Al llegar a pocos metros de la casona, algo me hizo dirigir la mirada al balcón. Allí al instante vi aparecer. Sí, aparecer, porque les aseguro que antes no estaba, una mujer con un largo vestido blanco con falda amplia, como de fiesta, y que ahora se me antojaba que brillaba con fulgor propio.
Era una joven mujer, con sus brazos descubiertos y sus manos apoyadas en una semi tensión, sobre el borde superior de la balaustrada del balcón. Sus largos cabellos negros enmarcaban su rostro, que a la distancia, se adivinaba o percibía más allá de los sentidos, como dotado de una palidez fuera de lo común. Pero lo que más me llamó la atención era su mirada que denotaba, aún a esa distancia, una gran tristeza.
No me preguntes cómo sentí esta cualidad de su mirada. Su percepción diría que se impuso a mis sentidos como todo lo que a continuación experimenté.
En eso que estaba mirando hacia el balcón y la mujer, veo que la misma, en un gesto liviano, ligero, casi como si no le significara peso ni esfuerzo, se retrepó sobre el borde de la balaustrada, parándose un instante en la misma, para luego arrojarse al vacío, con las manos hacia adelante, como queriendo asir con ellas algo o alguien, más allá de sí misma.
Corrí desesperadamente hasta llegar al pie del balcón, donde presumí había caído la mujer. Nada había allí. Nada que no fuera un rosal, cubierto de rosas de un resplandeciente blanco, que me recordó al instante el tono del vestido de la mujer.
Corrí enloquecido desandando la senda por la que había entrado y en mi carrera, tropecé, sin haberlo visto antes, con un anciano de cabellos muy blancos, que venía en sentido contrario.
Como pude, le relaté todo lo que había visto. Me miró profundamente a los ojos y de los suyos, comenzaron a rodar por sus mejillas, lágrimas que no quiso disimular ni enjugar.
Me relató que allí, hacía de esto mucho tiempo, había vivido una joven: Eloísa, enamorada de André, quien había construido para ambos ese pabellón.
_Yo vuelvo cada 14 de abril, como le había prometido a ella_ me dijo el anciano, riego el blanco rosal y beso sus rosas.
Le pregunté quién era y me contestó:
_¿Cómo? ¿Aún no lo sabe? Mi nombre es André.

2 comentarios:

  1. Muy romántico, como la autora de "No dejes que el viento nos arrastre"... ¡Que vuelvan Rodolfo y Amanda!

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  2. Gracias Mariana. Rodolfo y Amalia (ese es su nombre) volverán, como vuelven las cosas buenas vividas. Quizás lo hagan unidos, bajo dos paraguas que juntos los cobijaron un día de lluvia...

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