Volví a caminar aquellas calles de la infancia. Muchas habían cambiado para no volver ya más a aquella sensación de pequeña aldea de barrio que se iba transformando en la gran ciudad que hoy vemos, vivimos y a veces nos cobija o abruma.
Esas mismas calles, antaño adoquinadas o con tramos de simple tierra apisonada o enarenadas, que me vieron pasar camino a la escuela o a jugar en tantos baldíos, que eran casa, escuela de vida y potrero.
Cerca de uno de esos baldíos, quizás de los más grandes, transformado en paseo público abierto a una de esas calles que tantos recuerdos traen, crecía un árbol añoso. Quizás será por curioso que pensé si estaría. También si sería, hoy como ayer, confidente, protector y cómplice de algún chiquillo enamorado.
Digo esto porque el árbol fue a la vez, casa en las alturas insondables de sus ramas, para aquella escala de niño que lo veía como trampolín de sueños, para elevarse y así alzarse a la altura de las nubes y otras veces cobijo de sombras densas donde reposar de los calores, después de ganar en el potrero.
Con el tiempo fue cómplice y confidente de aquellos encuentros furtivos con ella, en ese despertar temprano de tiernos amaneceres al amor y allí a su calor y su protectora sombra nos vio tantas veces, soñar con ser y crecer.
Fue ese mismo árbol quien prestó, a mis manos su tierna corteza, admitiendo compartir y quizás recibir en su corazón generoso, aquel otro corazón con sus iniciales entrelazadas con las mías, como si con esto quisiera compartir nuestro secreto.
El cortaplumas de mi viejo, hurtado en un descuido, fue el instrumento para plasmar el intento de eternizar lo deseado y así dejar plasmado en tierno símbolo, la plenitud de un sentimiento.
Viejo árbol de mi infancia. Hoy te busqué por el parque en que transformaron mi baldío a ver si así encontraba aquél símbolo primero.
Estabas allí, casi igual. Ahora custodiado por otros de noble estirpe y con nombres latinizados. Vos te destacabas por tu rusticidad, que alguien con mucha bondad, consideró tu mejor virtud, sin conocer quizás toda la vida que atesorabas.
Recuerdo de infancia. Al verte volvían aquellas imágenes que resultan imborrables. Aquella cicatriz que dejó en tus brazos muñón, cuando sin razón, nos trepamos a tus tiernas ramas, un puñado de mocosos, que recibiste generoso en tu cuerpo leñoso, salvo que nuestro peso, quebró aquella rama.
Me aproximé a mirarte, ahora con detenimiento. También Vos estabas, un tanto arrugado. Tu piel de corteza evidenciaba como remedo, el mismo paso del tiempo que en mí había incidido.
Cerré los ojos y te palpé, como buscando el consuelo de encontrar aún guardado, aquel secreto de infancia. De pronto sentí, como flechazo profundo, que la punta de mis dedos había releído, ahora casi desleído, aquel símbolo preciado.
Allí estaba el corazón, en mi adolescencia trazado, con incisas señales en tu cuerpo y que conservaste guardado, durante todo este tiempo. Iniciales de nuestros nombres, entrelazadas con pudor, para ocultar el rubor con que grabé tu corteza. Hoy tengo certeza que cuidaste la promesa que en tu cuerpo grabé. Será que así guardaste, el testimonio perpetuo de aquel amor que evoqué.
Esas mismas calles, antaño adoquinadas o con tramos de simple tierra apisonada o enarenadas, que me vieron pasar camino a la escuela o a jugar en tantos baldíos, que eran casa, escuela de vida y potrero.
Cerca de uno de esos baldíos, quizás de los más grandes, transformado en paseo público abierto a una de esas calles que tantos recuerdos traen, crecía un árbol añoso. Quizás será por curioso que pensé si estaría. También si sería, hoy como ayer, confidente, protector y cómplice de algún chiquillo enamorado.
Digo esto porque el árbol fue a la vez, casa en las alturas insondables de sus ramas, para aquella escala de niño que lo veía como trampolín de sueños, para elevarse y así alzarse a la altura de las nubes y otras veces cobijo de sombras densas donde reposar de los calores, después de ganar en el potrero.
Con el tiempo fue cómplice y confidente de aquellos encuentros furtivos con ella, en ese despertar temprano de tiernos amaneceres al amor y allí a su calor y su protectora sombra nos vio tantas veces, soñar con ser y crecer.
Fue ese mismo árbol quien prestó, a mis manos su tierna corteza, admitiendo compartir y quizás recibir en su corazón generoso, aquel otro corazón con sus iniciales entrelazadas con las mías, como si con esto quisiera compartir nuestro secreto.
El cortaplumas de mi viejo, hurtado en un descuido, fue el instrumento para plasmar el intento de eternizar lo deseado y así dejar plasmado en tierno símbolo, la plenitud de un sentimiento.
Viejo árbol de mi infancia. Hoy te busqué por el parque en que transformaron mi baldío a ver si así encontraba aquél símbolo primero.
Estabas allí, casi igual. Ahora custodiado por otros de noble estirpe y con nombres latinizados. Vos te destacabas por tu rusticidad, que alguien con mucha bondad, consideró tu mejor virtud, sin conocer quizás toda la vida que atesorabas.
Recuerdo de infancia. Al verte volvían aquellas imágenes que resultan imborrables. Aquella cicatriz que dejó en tus brazos muñón, cuando sin razón, nos trepamos a tus tiernas ramas, un puñado de mocosos, que recibiste generoso en tu cuerpo leñoso, salvo que nuestro peso, quebró aquella rama.
Me aproximé a mirarte, ahora con detenimiento. También Vos estabas, un tanto arrugado. Tu piel de corteza evidenciaba como remedo, el mismo paso del tiempo que en mí había incidido.
Cerré los ojos y te palpé, como buscando el consuelo de encontrar aún guardado, aquel secreto de infancia. De pronto sentí, como flechazo profundo, que la punta de mis dedos había releído, ahora casi desleído, aquel símbolo preciado.
Allí estaba el corazón, en mi adolescencia trazado, con incisas señales en tu cuerpo y que conservaste guardado, durante todo este tiempo. Iniciales de nuestros nombres, entrelazadas con pudor, para ocultar el rubor con que grabé tu corteza. Hoy tengo certeza que cuidaste la promesa que en tu cuerpo grabé. Será que así guardaste, el testimonio perpetuo de aquel amor que evoqué.
Agradezco especialmente a la Diseñadora Gráfica: Carolina MOINE, CÓRDOBA, por esta imágen que es su interpretación del cuento.
Es muy lindo! y sin dudas uno lo imagina así al árbol, muy buena interpretación.
ResponderEliminarGracias Marcelo. Muchos llevamos guardado muy adentro, como grabadas en la piel o escritas en nuestro propio corazón, aquellas señales, palabras, o gestos que aprendimos en nuestra niñéz o adolescencia.
ResponderEliminarNo todo lo aquí puesto es vivencia personal, pero sí un conjunto que me representa y representa a otros que como yo, disfrutamos aquella edad del despertar al amor.
como nuestro cofre del corazon,la naturaleza es sabia.
ResponderEliminarmio.