Dos paraguas bajo una persistente llovizna que se fundían en uno sólo, dando lugar al encuentro de aquellas gotas que juntas iniciaron un nuevo viaje. Amalia y Rodolfo se habían reencontrado luego de aquella llamada, primero indecisa de Rodolfo y luego la siguiente, casi sin que hubiera pasado el tiempo.
El tiempo comenzó a correr una nueva instancia en el caer de la arena que lo va marcando, pero para ellos, Amalia y Rodolfo, pareció asimismo que ese tiempo confluía recordando los momentos vividos, con este presente continuo y a la vez eternizado instante del encuentro.
Todo volvía y a la vez todo era nuevo, con una nueva magia que los iba envolviendo en una atmósfera que les era sólo propia.
Nada de su entorno les interrumpía y a la vez todo parecía que se conjugaba en esa melodía anterior y nueva que comenzaban a ejecutar.
La llovizna era su cómplice y ni uno ni la otra parecían darse cuenta de su presencia, salvo por aquel reflejo que los evidenciaba en el solado, espejado por el agua, de la vereda por la que encaminaron sus pasos.
La melodía nueva sonaba con nuevo ritmo en sus corazones, en su mente e iba conjugando sus almas en un nuevo pensarse juntos.
Un pequeño café, contiguo a la vereda por la que circularon, cobijó ese diálogo en el que ambos parecían querer en un instante, decir todo aquello que el tiempo y la distancia, que en un momento los separó, les impidió decir.
Muchas veces se sorprendieron mutuamente y la sonrisa y por que no la risa, los hizo reflejar en sus rostros, esa alegría que ambos sentían. Se sorprendió uno al otro queriendo decir a un mismo tiempo las mismas cosas.
Recordar y evocar, ilusionarse y proyectar. Todo ello como si los dolores de la separación que los desunió ya no fueran tales y sólo quedara por revivir todo lo bueno, lo querido, lo intensa y placenteramente compartido.
Varios café servidos. Alguno que desecharon porque en su afán de contar y decirse tantas cosas, éstos fueron perdiendo su calor mientras en sus corazones renacía el fuego y calor que los juntaba y hacía desear su mutua compañía.
Miradas, manos tomadas en suave caricia, mil gestos que iban creciendo en intensidad y que anticipaban la calidez de una entrega total que se anticipaba.
Un entendimiento tácito aparente y explicitado en gestos de asentimiento. Rodolfo que paga, casi mecánicamente, la cuenta y nuevamente juntos bajo la persistente llovizna que continúa, se dirigen casi sin mediar palabra hacia el departamento de ella.
Una lámpara que se enciende, velada por una pantalla ambarina. Un beso que se hace interminable. Se buscan con las manos en suaves caricias. El cabello de ella entre los dedos de Rodolfo. Sin mediar palabra van cayendo al suelo las prendas de ambos y así, ya desnudos, se dirigen al dormitorio en el que penetra sólo vagamente la luz de la única lámpara que habían encendido.
Sobre la cama se funden en un encuentro total. Se brindan con placer creciente hasta llegar al clímax. Una y otra vez se perpetúa el encuentro, mientras la lluvia, ahora más intensa, parece acompasar su ritmo al ritmo de Amalia y Rodolfo, con un suave golpeteo en los cristales de la ventana. El agua se desliza con suavidad sobre su transparente superficie, como se transparentan de ambos, Amalia y Rodolfo, todos sus sentimientos y expresiones de los mismos.
El tiempo ya no es tiempo. Es eternidad, o así al menos lo perciben ambos. En ese encuentro se prometen comenzar o continuar, según como se vea, su encuentro, reencuentro que volvió a unirlos.
Amaina la lluvia y comienzan a disiparse, en un continuo sin tiempo, todas las nubes, aún aquellas que nublaron su pasado, dejando que la luna, con su brillantez de atmósfera recién lavada, penetre sus rayos a través de la ventana, resaltando las formas juntas de sus cuerpos entrelazados en el lecho de sus amores.